He tomado el capítulo VI, de la encíclica Ecclesia de Eucharistía y parafraseado muchas de sus ideas y sentimientos suprimiendo o añadiendo lo que me parecía más
oportuno para nuestra revista.
Los evangelistas en el relato de la institución de la eucaristía, la tarde del Jueves Santo, no mencionan a María. Las mujeres y los niños también estaban obligados a celebrar la pascua, pero estaba prohibido entre los judíos se mezclaran con los varones. Lo hacían en habitaciones separadas o en mesas distintas si era la misma habitación.
En Hechos 1, 14 dice: ´Todos ellos perseveraban juntos en la oración en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús…
María no pudo faltar en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana « en la fracción del pan » (Hch 2, 42). Se ha comentado por algunos que el mismo San Juan le daría de comulgar a María y le diría: el cuerpo de tu hijo, y María mujer de fe comulgaría anonadada. Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno a Jesús y reviviera lo que había experimentado al pie de la Cruz.
LA ORACIÓN Y EL CULTO MÁS PERFECTO DE LA IGLESIA ES LA EUCARISTÍA.
María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat (hágase) pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén (así sea) que cada creyente pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor.
En las bodas de Caná, María parece decirnos: « no dudéis, fiaros de la Palabra de mi Hijo. Él, que fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su sangre, para hacerse así “pan de vida” ».« Haced lo que él os diga » (Jn 2, 5).
Como a la Virgen en la encarnación del Verbo, se nos pide creer en el Misterio Eucarístico: el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino. (cf. Lc 1, 30.35).
« Feliz la que has creído » (Lc 1, 45) Cuando, en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se convierte de algún modo «en sagrario» – el primer «tabernáculo» de la historia – donde el Hijo de Dios, invisible a los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como « irradiando » su luz a través de los ojos y la voz de María.
Cuando el ángel se alejó,
María salió al camino.
Dios ya estaba entre los hombres.
¿Cómo tenerle escondido?
Llevaba a Dios en su entraña
como una pre eucaristía.
¡Ah, qué procesión del Corpus
la que se inició aquel día!
La mirada embelesada de María, en Belén, al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de fe y de amor en el que ha de inspirarse cada Comunión Eucarística?. ¡Creer que ese niño es el Hijo de Dios! !Creer que el pan blanco es el cuerpo de Cristo!. La Navidad y la Consagración en la Misa son misterio de fe, de amor, para María y para nosotros.
María, en toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Cuando llevó al niño Jesús al templo de Jerusalén «para presentarle al Señor» (Lc 2, 22), oyó anunciar al anciano Simeón que aquel niño sería «señal de contradicción» y también que una « espada » traspasaría su propia alma (cf. Lc 2, 34.35). María abrazó al Calvario y a la Eucaristía.
La Iglesia no celebra nunca la Santa Misa sin invocar la intercesión de la Madre del Señor; en cada Eucaristía María ofrece como miembro eminente de la Iglesia no sólo su consentimiento pasado en la Encarnación y en la cruz, sino también sus méritos y la presente intercesión materna y gloriosa ( Pablo VI: “Marialis cultus”, n.20).
Como el canto de María, “el Magnificat”, la Eucaristía es ante todo alabanza y acción de gracias. Cuando María exclama « mi alma engrandece al Señor, mi espíritu exulta en Dios, mi Salvador », lleva a Jesús en su seno. Alaba al Padre « por » Jesús, pero también lo alaba « en » Jesús y « con » Jesús. Esto es precisamente la verdadera « actitud eucarística » ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María, toda ella un ¡magnificat!
Ha habido santos que con gran devoción a María y a la Eucaristía y sintiéndose indignos de comulgar, decían a María que les prestara su corazón porque sin duda vendría Jesucristo mucho más feliz a su alma.
“En el humilde signo del pan y del vino, transformados en su cuerpo y en su sangre, Cristo camina con nosotros como nuestra fuerza, alegría y esperanza, siendo nuestro viático-compañía. Si ante este Misterio la razón experimenta límites, el corazón, iluminado por la gracia del Espíritu Santo, intuye bien cómo ha de comportarse, sumiéndose en la adoración y en un amor sin límites.”
Terminamos con las palabra de Juan Pablo II, en sus bodas de oro sacerdotales: «Salve, verdadero cuerpo nacido de María Virgen!». Hace pocos años he celebrado el cincuentenario de mi sacerdocio. Desde hace más de medio siglo, cada día, a partir de aquel 02 de noviembre de 1946 en que celebré mi primera Misa en Cracovia, (rezando por mis padres) mis ojos se han fijado en la hostia y el cáliz en los que, en cierto modo, el tiempo y el espacio se han « concentrado » (y se ha hecho presente, de manera viviente la Última Cena y el Calvario. Actualizar, revivir, hacer presente esos dos momentos en cada misa) . Cada día, mi fe ha podido reconocer en el pan y en el vino consagrados al que compartió el pan en el cenáculo y el que estaba en la cruz.
Por: P. Francisco Domingo C.M.