Deseando prepararme del mejor modo posible para recibir el sacramento del orden y la celebración del sacrificio de la Misa, resolví emplear en esto un mes entero. Me dediqué entre otras cosas a las prácticas de piedad que me ayudaran a ser un sacerdote como Cristo.
La víspera del Domingo de Ramos, comenzamos unos días de ejercicios espirituales, para la ser santos sacerdotes y celebrar la Eucaristía. Éramos tres nuevos sacerdotes, a saber los PP. Adolfo Corral y Cornelio Crespo y un servidor.
Mi primera misa la celebré en una capilla de religiosas. Los favores y gratísimas impresiones que la gracia hizo en mí en aquel día, no lo podré expresar. ¡Cuánto no me conmovieron aquellas hermosas palabras del Canon del Jueves Santo: ¡el día antes que padeciera en la cruz. !Ninguna Misa como la de jueves santo es tan adecuada para ofrecer por vez primera, el divino Sacrificio! Luego, en aquel mismo día se conmemoraba el misterio de la Encarnación: ¨Y el verbo se hizo carne¨. ¡Y en el día 25 de marzo tenía la dicha de celebrar mi primera Misa!
Durante todos los ejercicios espirituales, dos misterios me absorbían mi mente y mis afectos. Eran la Encarnación y la Eucaristía. El punto principal de mis meditaciones era éste: debo prepararme a celebrar mi primera Misa, imitando las disposiciones que adornaban a la Santísima Virgen, al tiempo de la Encarnación, especialmente su humildad, su pureza y caridad.
Tres resoluciones tomé en este retiro con la gracia de Dios, las he cumplido fielmente hasta hoy:
1ª. no celebrar jamás la Santa Misa con conciencia de pecado mortal, y, si por desgracia, a una culpa grave, purificarme por medio de la confesión, antes de acercarme a los altares;
2ª. no celebrar jamás, el augusto sacrificio, sin haber tenido la preparación inmediata siquiera de media hora; y
3ª. jamás omitir la acción de gracias inmediatamente después de la Santa Misa, siquiera por otra media hora. El retiro más provechoso para mi alma, de cuantos he tenido, durante toda mi vida, ha sido éste que tuve en preparación para mi primera Misa.
Así como los cuatro primeros días de la Semana Santa, de 1880, los empleé en prepararme para la celebración de de la Eucaristía, los tres últimos días de aquella Semana tan preciosa los dediqué a la acción de gracias por mi primera Misa. Nuestro retiro espiritual lo terminamos el domingo de Pascua; en cuya hermosa fiesta canté mi segunda Misa. De este modo aquella semana de ejercicios espirituales, la más memorable de toda mi vida, la más fecunda de gracias y bendiciones, vino a ser el principio de mi ministerio sacerdotal.
Así como hay una inocencia bautismal, me decía, así debe haber también una inocencia sacerdotal. La primera consiste en no manchar el alma con culpa grave después del bautismo y, la segunda, en mantener limpia de la misma culpa el alma después de la ordenación sacerdotal. Jamás, hasta la muerte, por nada de este mundo, incurriré voluntariamente en ningún pecado grave. Me queda el consuelo de que con pleno y deliberado consentimiento, me parece, no haber ofendido a mi Dios gravemente desde que me hice sacerdote.