El día 25 de marzo la Iglesia celebre la
Anunciación de la Virgen María de la Encarnación del Hijo de Dios cuyo nombre
es Jesús.
Aunque el Calendario litúrgico no nos dice nada de esta
fiesta, por ser lunes santo, en el corazón de todos los cristianos no podemos
menos de recordar "que Dios puso su morada entre nosotros"
1. Al final de la cotidiana liturgia de las Horas se
eleva, entre otras, esta invocación de la Iglesia a María: «Salve, Madre
soberana del Redentor, puerta del cielo siempre abierta, estrella del mar;
socorre al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse, tú que para asombro de la
naturaleza has dado el ser humano a tu Creador».
2. «Para asombro de la naturaleza». Estas palabras
de la antífona expresan aquel asombro de la fe, que acompaña el misterio de la
maternidad divina de María. Lo acompaña, en cierto sentido, en el corazón de
todo lo creado y, directamente, en el corazón de todo el Pueblo de Dios, en el
corazón de la Iglesia. Cuán admirablemente lejos ha ido Dios, creador y señor
de todas las cosas, en la «revelación de sí mismo» al hombre.(147) Cuán claramente
ha superado todos los espacios de la infinita «distancia» que separa al creador
de la criatura. Si en sí mismo permanece inefable e inescrutable, más aún es inefable e
inescrutable en la realidad de la Encarnación del Verbo, que se hizo hombre por
medio de la Virgen de Nazaret.
3. Si Él ha querido llamar eternamente al hombre a participar de la
naturaleza divina (d. 2 P 1, 4), se puede afirmar que ha predispuesto la
«divinización» del hombre según su condición histórica, de suerte que, después
del pecado, está dispuesto a restablecer con gran precio el designio eterno de
su amor mediante la «hurnanización» del Hijo, consubstancial a Él. Todo lo creado y,
más directamente, el hombre no puede menos de quedar asombrado ante este don,
del que ha llegado a ser partícipe en el Espíritu Santo: «Porque tanto amó Dios
al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16).
4. En el centro de este misterio, en lo más vivo de este
asombro de la fe, se halla María, Madre soberana del Redentor, que ha sido la
primera en experimentar: «tú que para asombro de la naturaleza has dado el ser
humano a tu Creador».
5. En las palabras de esta antífona litúrgica se
expresa también la verdad del «gran cambio», que se ha verificado en el hombre
mediante el misterio de la Encarnación. Es un cambio que pertenece a toda su
historia, desde aquel comienzo que se ha revelado en los primeros capítulos del
Génesis hasta el término último, en la perspectiva del fin del mundo, del que
Jesús no nos ha revelado «ni el día ni la hora» (Mt 25, 13).
Es un cambio incesante y continuo entre el caer y
el levantarse, entre el hombre del pecado y el hombre de la gracia y de la
justicia. La liturgia, especialmente en Adviento, se coloca en el centro
neurálgico de este cambio, y toca su incesante «hoy y ahora»,mientras exclama:
«Socorre al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse».
6. Estas palabras se refieren a todo hombre, a las
comunidades, a las naciones y a los pueblos, a las generaciones y a las épocas
de la historia humana, a nuestros días, a estos años del Milenio que está por
concluir: «Socorre, si, socorre al pueblo que sucumbe».
7. Esta es la invocación dirigida a María, «santa
Madre del Redentor», es la invocación dirigida a Cristo, que por medio de María
ha entrado en la historia de la humanidad. Año tras año, la antífona se eleva a
María, evocando el momento en el que se ha realizado este esencial cambio
histórico, que perdura irreversiblemente: el cambio entre el «caer» y el
«levantarse».
8. la humanidad ha hecho admirables descubrimientos y ha alcanzado
resultados prodigiosos en el campo de la ciencia y de la técnica, ha llevado
a cabo grandes obras en la vía del progreso y de la civilización, y en
épocas recientes se diría que ha conseguido acelerar el curso de la historia.
Pero el cambio fundamental, cambio que se puede definir «original», acompaña siempre el camino del hombre y, a través de los diversos
acontecimientos históricos, acompaña a todos y a cada uno. Es el cambio entre el «caer» y el «levantarse», entre la muerte y la vida. Es también un constante desafío a las conciencias humanas, un desafío a toda la conciencia histórica del hombre: el desafío a seguir la vía del «no caer» en los modos siempre
antiguos y siempre nuevos, y del «levantarse», si ha caído.
9. Mientras con toda la humanidad se acerca al confín de los dos Milenios, la Iglesia, por su
parte, con toda la comunidad de los creyentes y en unión con todo hombre de
buena voluntad, recoge el gran desafío contenido en las palabras de la antífona
sobre el «pueblo que sucumbe y lucha por levantarse» y se dirige conjuntamente
al Redentor y a su Madre con la invocación «Socorre».
En efecto, la Iglesia ve-y lo confirma esta plegaria- a la
Bienaventurada Madre de Dios en el misterio salvífico de Cristo y en su propio
misterio; la ve profundamente arraigada en la historia de la humanidad, en la
eterna vocación del hombre según el designio providencial que Dios ha predispuesto
eternamente para él; la ve maternalmente presente y partícipe en los múltiples
y complejos problemas que acompañan hoy la vida de los individuos, de las familias
y de las naciones; la ve socorriendo al pueblo cristiano en la lucha incesante
entre el bien y el mal, para que «no caiga» o, si cae, «se levante».
10. Como Obispo de Roma, envío a todos, a los que están destinadas las
presentes consideraciones, el beso de la paz, el saludo y la bendición en
nuestro Señor Jesucristo. Así sea.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo, solemnidad de
la Anunciación del Señor del año 1987, noveno de mi Pontificado.
Por: Juan Pablo II